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En el parque de Bolívar, donde las palomas se mezclan con los pregones del San Alejo y los acordes de los músicos callejeros, hay un árbol que se inclina como si carga...
En el parque de Bolívar, donde las palomas se mezclan con los pregones del San Alejo y los acordes de los músicos callejeros, hay un árbol que se inclina como si cargara el peso de toda la historia del Centro. Sus ramas buscan el cielo con esfuerzo, sostenidas por una estructura metálica que, a la distancia, parece una muleta. Una ayuda silenciosa para que no caiga, para que siga respirando, para que siga siendo testigo.
Ese árbol es un carbonero de Medellín. No hay otro igual. Crece apenas cinco metros, pero su valor es incalculable: es una de las pocas especies endémicas del Valle de Aburrá, símbolo botánico de la ciudad que lo vio nacer. De los cinco carboneros que alguna vez habitaron este parque, solo quedan dos.
A su sombra, decenas de personas descansan sin saber que están sentadas sobre uno de los patrimonios vivos de Medellín. Frente a él se alza la imponente Catedral Metropolitana y, al costado, el CAI de Bolívar observa el ir y venir de los transeúntes. Allí, donde confluyen la historia y el presente, el carbonero inclina su tronco unos 45 grados, como si quisiera saludar a la ciudad. Esa misma inclinación fue la que encendió las alarmas entre los expertos del Distrito.
“Si no le poníamos esa estructura, se caía. Ya estaba muy acostadito”, explica Lucenit Solano Guerrero, profesional universitaria de la Secretaría de Medio Ambiente, quien lleva 19 años trabajando por los árboles patrimoniales de Medellín. Habla de él como si hablara de un amigo. Y de alguna manera, lo es “esa mulética, así la llamamos, garantiza que el árbol no se vaya a volcar. Es como una mano metálica que lo abraza y lo sostiene”.
El soporte fue instalado hace un mes. Su diseño no es imponente ni ruidoso: son dos brazos de acero que se apoyan sobre el suelo y se extienden hasta el tronco, donde lo sostienen con delicadeza. No lo aprietan, no lo fuerzan. Solo lo acompañan, como quien ayuda a un anciano a mantenerse en pie.
Lucenit recorre con la voz la lista de los árboles que han necesitado apoyo: la ceiba del Hospital La María, el piñón de oreja de Robledo y el algarrobo de San Pablo, que alguna vez estuvo condenado a la tala y hoy se mantiene erguido gracias a una estructura similar. Cada uno con su historia, con sus huellas de fuego, de rezos, de memoria. Pero este, el del parque de Bolívar, tiene un valor especial: “Si pudiéramos hablar de un árbol que represente a Medellín, tendría que ser el carbonero. Lleva el nombre de la ciudad”.

En efecto, su nombre proviene de su antigua utilidad: de él se sacaba el carbón con el que las familias cocinaban hace décadas. Era abundante, fácil de quemar, y por eso fue también víctima de su propia nobleza “el carbonero desapareció porque servía demasiado”, resume Lucenit. Hoy, cuando apenas sobreviven unos setenta ejemplares jóvenes en toda la ciudad, este árbol del parque Bolívar es un sobreviviente.
Cada tarde, bajo su sombra inclinada, se juntan vendedores de lotería, parejas de adultos mayores, turistas que buscan refugio del sol. Nadie lo nota, pero ese árbol sostiene más que sus ramas: sostiene la historia viva de una ciudad que no se rinde. Ha visto procesiones, marchas, serenatas, desalojos y ferias. Ha sentido en su corteza el calor de las velas, la huella del humo, la indiferencia… y, aun así, florece.

Por eso, cuando el Distrito de Medellín decidió colocarle aquel soporte metálico, no fue un acto técnico: fue un gesto de gratitud. Fue una manera de decirle gracias por seguir en pie, gracias por seguir dando sombra: “Cada árbol patrimonial es un testigo, -dice Lucenit- cuando uno los cuida, también cuida los recuerdos de la ciudad”.
Hoy, Medellín tiene una apuesta hermosa y sincera por proteger esa memoria viva. Desde la Secretaría de Medio Ambiente, la estrategia de conservación de árboles y palmas patrimoniales, respaldada por la visión de la Alcaldía de la Gente, busca alargar la vida de estos seres que nos acompañan desde hace generaciones.
Y ahí está el carbonero, sostenido por su muleta brillante, desafiando el paso del tiempo. Un árbol que no se deja caer, igual que la ciudad que lo cuida. Porque si Medellín aprendió algo en su historia, es que incluso cuando la vida se inclina, siempre habrá una mano que la sostenga.