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El puente que une memorias en Medellín: San Cristóbal y su historia suspendida

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Por: Fotos y texto: Ana Carolina Sánchez Rave. Editor: Alonso Velásquez Jaramillo. |

Por las tablas gastadas del Puente Colgante del corregimiento San Cristóbal han pasado generaciones enteras. A diario lo cruzan niños que van al colegio, campesinos que...

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  • Por las tablas gastadas del Puente Colgante del corregimiento San Cristóbal han pasado generaciones enteras. A diario lo cruzan niños que van al colegio, campesinos que bajan al parque central a vender sus productos, mujeres que vuelven del trabajo y familias que, en las tardes, se detienen un instante para mirar el atardecer que cae sobre la quebrada. Nadie lo piensa mucho, pero cada paso sobre ese puente de madera es también un paso sobre la historia de Medellín.

    El Puente Colgante de San Cristóbal, construido en 1939 por el ingeniero Horacio Hoyos Zapata, es una de esas obras que nacen de una necesidad sencilla pero profunda: permitir el paso de los feligreses para asistir a los oficios religiosos en la iglesia principal del corregimiento.

    Su construcción respondió a una solicitud que, según los registros locales, venía gestándose desde 1810, cuando las comunidades de San Cristóbal y Belén buscaban una forma más segura y directa de atravesar el cauce que separaba sus vidas cotidianas.

    Hoy, más de ocho décadas después, el puente sigue cumpliendo su propósito esencial: conectar. Une barrios, veredas y personas; pero también une memorias, costumbres y afectos.

    El valor de lo cotidiano

    Este puente es como nuestro teleférico -dice don Luis Fernández Grisales, habitante del sector-. Une a las veredas con el parque, con el comercio, con la escuela. Si se cae, nos quedamos incomunicados”.  Don Luis lo recuerda cuando aún pasaban las mulas cargadas de productos y cuando las procesiones de Semana Santa cruzaban de un extremo al otro con el Cristo al frente. Hoy, mientras señala las tablas agrietadas, insiste en que más que un paso, el puente es una historia que debe cuidarse.

    Vanessa Betancourt, vecina de Playa Rica, lo ve distinto, pero igual de profundo: “Es un lugar muy bonito, se parece a uno que vi en Asia. Aquí vienen turistas a tomarse fotos, pero lo más lindo es que también es nuestro. Lo cruzamos todos los días. Hace parte de nuestra vida”.   A su lado, Patricia Monzal, quien vive en La Asomadera, recuerda cuando de niña jugaba bajo el puente mientras los adultos cruzaban cargados de mercado. “Antes lo organizaban más seguido –cuenta-. Hoy está deteriorado, pero sigue siendo lo más importante del corregimiento. Es nuestra conexión con todo”.

    Escuchar para cuidar

    En días recientes, el equipo patrimonial del distrito llegó hasta el corregimiento con un propósito: reconocer en la voz de sus habitantes el valor simbólico del puente. No se trataba solo de medir vigas ni revisar planos, sino de entender lo que ese paso suspendido significa para la gente que lo habita.

    Y es que el proceso de valoración simbólica, parte de cualquier proceso de reconocimiento patrimonial de un bien, buscaba escuchar a las personas, que, en este caso, son los que impulsan la idea de la declaratoria. “Más allá de los valores estéticos o históricos, queríamos entender lo que el puente representa en el cotidiano, en el afecto, en la memoria”, expresa Daniela Jaramillo, profesional del equipo de Patrimonio, del Departamento Administrativo de Planeación.

    Esa escucha reveló algo más que nostalgia: reveló identidad. El puente no es un vestigio del pasado, sino un hilo que cose presente, y es por eso que casi todos con los que conversamos, manifiestan la necesidad del cuidado de este.

    Una historia que sostiene a Medellín

    En la memoria de don Carlos Argentino Pérez, de 65 años, todavía resuenan los martillazos de cuando se reconstruyó el puente, en una de sus adecuaciones. “Yo estaba en quinto de primaria y me tocó cargar piedra. Luego lo volvieron a hacer nuevo en tiempos del alcalde Aníbal Gaviria. Pero desde entonces no se le ha hecho mantenimiento”, cuenta mientras observa las tablas rotas y se queja de quienes pasan en moto, poniendo en riesgo el paso.

    Para él, el puente debería declararse patrimonio, “como el Puente de Occidente, porque es casi igualito, solo que este es de San Cristóbal”. Y no exagera: el Puente Colgante comparte con el de Occidente su estructura suspendida y su espíritu de conexión territorial, pero, además, carga con un valor añadido: el de la comunidad que se reconoce en él.

    Karen Barrera, que trabaja en un pequeño local junto al acceso, lo define con palabras sencillas: “El puente representa vida. Por aquí pasa todo el mundo: los niños al colegio, los que van al parque, los que trabajan. Si no existiera, este barrio se quedaría sin movimiento”.

    Cuidar es también reconocer

    Por eso, el trabajo del equipo patrimonial no termina con la documentación técnica. Su tarea ha sido también hacer visible la relación entre las personas y los espacios, entender que el patrimonio no son solo muros antiguos, sino experiencias compartidas.

    Cada entrevista, cada historia, es una manera de validar colectivamente la importancia de conservar el puente y su entorno. Reconocer este valor simbólico implica cuidar de otra forma: no solo con restauraciones físicas, sino con acciones de apropiación, educación y participación ciudadana. Porque un bien patrimonial vive en tanto la gente lo siente suyo.  Y en San Cristóbal, esa pertenencia está viva.

     

    Panoramica San Cristóbal

    El futuro que se imagina

    Entre los sueños que los vecinos comparten hay coincidencias: quieren ver el puente restaurado, con zonas verdes, juegos para los niños y senderos limpios en sus accesos. Quieren que vuelva a ser un lugar para quedarse, no solo para pasar. “Sería muy bonito que lo volvieran turístico -dice Vanessa-, pero no solo para los de afuera, sino para nosotros. Que tenga vida, que se vea cuidado”.

    En San Cristóbal, el puente sigue allí, suspendido entre pasado y futuro, entre la madera que resiste y la comunidad que no deja de cruzarlo.  Un puente que, más que unir orillas, une memorias.  Y en esa unión, Medellín reconoce su identidad.


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