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Hugo Úsuga es un emprendedor innato amante del café. Junto a su esposa, Sandra Graciano, construyó desde cero una finca en el corregimiento Santa Elena, donde hoy cult...
Hugo Úsuga es un emprendedor innato amante del café. Junto a su esposa, Sandra Graciano, construyó desde cero una finca en el corregimiento Santa Elena, donde hoy cultivan el grano, educan a sus hijos y demuestran que el campo también es un lugar para el progreso. Ambos son protagonistas de una historia de retorno: a la tierra, al origen, a los valores que se siembran en familia.
Hugo creció entre cafetales. Su padre tenía una finca en Santa Fe de Antioquia y desde muy niño lo ponía a trabajar. Pero él, rebelde, prefería cualquier excusa para evitarlo. “Yo me hacía el enfermo con tal de no sembrar”, cuenta. Cuando pudo, se fue. Con solo 12 años se alejó de su casa y pasó una década dando tumbos por el suroeste antioqueño. Hasta que su hermano, Pacho, le consiguió trabajo en una empresa de aire acondicionado en Medellín. Allí duró 17 años.
Pero un día sintió que llegó a un punto en que no podía crecer más. “Don Hugo, si usted no estudia, aquí ya no tiene cómo avanzar”, le dijeron. Y entonces decidió irse. No sabía para dónde, pero sí sabía que era hora de otro cambio. Fue cuando el destino, con nombre propio, volvió a llamarlo desde la montaña.
Pacho conoció a un señor que quería vender una finca en el corregimiento Santa Elena. “Busque con quién compartirla”, le dijo. Y así lo hizo. De los nueve hermanos Úsuga, seis se unieron para comprarla. Hugo fue uno de ellos.
Al principio no sabían muy bien qué hacer con la tierra. Intentaron sembrar cebolla, tomate, cilantro. Pero fue el café el que los volvió a conectar con su historia. “Si nuestros viejos vivieron del café, ¿por qué nosotros no?”, se preguntó Hugo.
Durante casi dos décadas, en la vereda Media Luna del corregimiento Santa Elena, en las mismas goteras de Medellín, Hugo y Sandra siguieron vendiendo su café a terceros o a la cooperativa, pero los pagos eran bajos y no daban para cubrir los gastos ni cumplir los sueños y por ello tomaron una decisión: dejar de vender a otros y apostarle a una marca propia. “El café es el oro de nosotros los campesinos. Ya estábamos cansados”, recuerda Sandra.
Y es aquí donde ellos nos cuentan su historia.
Gracias al programa Mercados Campesinos de la Secretaría de Desarrollo Económico de la Alcaldía de Medellín recibieron acompañamiento, formación y apoyo técnico. Aprendieron a transformar su producto: a tostar, empacar, etiquetar y, sobre todo, a contar su historia. Hoy, su marca es reconocida en las ferias locales, en los mercados de la ciudad y en las vitrinas del emprendimiento campesino.
“Mercados Campesinos fue esa puerta que se nos abrió. Ya no solo vendemos café: vendemos nuestra historia, y eso vale mucho más”, dice Sandra con una sonrisa.
Foto Alcaldía de Medellín
Ella también es parte activa del proceso. Está presente en cada etapa: desde el cultivo hasta el empaque, pasando por la preparación del café en ferias y eventos. Le apasiona compartir lo que hacen, abrir las puertas de la finca y mostrar con orgullo lo que han construido en familia. Sus hijos la ven como ejemplo: el mayor es profesional en lenguas extranjeras y también es barista, el otro estudia ingeniería y la más pequeña, Salomé, ya dice que de Santa Elena no se va.
Y es que esta finca no es solo un terreno. Es hogar, empresa, familia y esperanza. Todo empezó con una casa sin puertas, donde las ventanas eran sábanas colgadas con ganchos. “Poníamos lo que podíamos, y cuando ganábamos un poquito más de dinero en Mercados Campesinos comprábamos una puerta, una ventana”, recuerda Sandra.
Hoy, esa casa está llena de diplomas, de hijos que estudian, de café que huele a orgullo y de una historia que sigue creciendo. Ahora sueñan con construir un deck o piso elevado en la finca, no solo para sentarse a contemplar la ciudad desde lo alto y compartir un tinto con los vecinos, sino como símbolo de lo que viene: un espacio para recibir visitantes, abrir las puertas al agroturismo y compartir con otros la experiencia de vivir y sembrar en el campo. Desde allí, donde se divisa Medellín, Hugo y Sandra imaginan a quienes vendrán a conocer su historia, su café y ese paisaje que guarda tanto sentido.
Hugo y Sandra se conocieron gracias al hermano de ella. Vivían cerca. Ella lo veía desde el patio de su casa y, sin saber por qué, le daban celos cuando lo veía hablando con otras. “Yo ni lo conocía, pero ya lo estaba celando”, recuerda entre risas. Él, por su parte, también la había notado: “Esa culicagada no es para mí”. Y así fue.
Se enamoraron rápido y, a los pocos meses, decidieron casarse. Sandra aún era menor de edad, y al enterarse, el cura se negó a celebrarlo. Hugo, sin pensarlo dos veces, le respondió: “Entonces no nos case, y yo me la llevo”. Al final, lograron convencerlo. Tuvieron su ceremonia, con vestido blanco, emociones a flor de piel y la familia acompañando el inicio de lo que hoy es una vida construida juntos. Se casaron un 19 de agosto y este año celebran 25 años de matrimonio, hechos de trabajo compartido, mucho café y un amor que sigue intacto.
“Yo lo veo y todavía me palpita el corazón. Es el amor de mi vida. Lo amo como si fuera ayer que nos conociéramos”, dice Sandra. “Nosotros no tenemos mucho, pero tenemos todo: tenemos nuestra finca, nuestro café, nuestros hijos y este amor que nos hemos ganado sembrando juntos”, dice, mirando a su flaco con ternura.
Cuando baja el sol en Santa Elena y la neblina se mete entre los cultivos, Hugo y Sandra se sientan en la entrada de su casa. Hablan de los lotes, de la cosecha, del deck que quieren construir. Se toman un tinto hecho con su propio café, y agradecen.
Porque entendieron que la tierra que un día quisieron dejar, era la misma que los estaba esperando para florecer.