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«Manos de Paz» se consolida como una estrategia integral orientada a la generación de espacios de reconciliación entre víctimas y responsables del conflicto armado, reafirmando el compromiso institucional con la transformación social y la construcción de una paz sostenible.
A través de propuestas innovadoras, esta iniciativa impulsa la reconstrucción del tejido social y el fortalecimiento de proyectos de vida con enfoque de segundas oportunidades, como una vía para garantizar procesos de reintegración efectivos y duraderos.
Un componente destacado de «Manos de Paz» es la inclusión activa de las familias en los procesos de reincorporación social, reconociendo que el acceso a oportunidades económicas es un factor determinante para la sostenibilidad de la paz.
Estudios recientes respaldan esta visión, al evidenciar la necesidad de promover el desarrollo integral de los núcleos familiares afectados por el conflicto, asegurando condiciones dignas y sostenibles para su inclusión plena en la sociedad.
El nombre de Lady Tatiana Arango Sánchez se pronuncia con serenidad, pero detrás de sus palabras late una historia marcada por el dolor, la resiliencia y la fe en la segunda oportunidad.
Su testimonio nace de un lazo de sangre y de amor. Habla de su sobrina, una joven privada de la libertad, condenada a nueve años, de los cuales aún le restan cinco. “Ella tomó malas decisiones”, dice Lady, recordando que la tragedia comenzó cuando la niña apenas tenía cuatro años y perdió a su madre en un accidente absurdo. Criada por la abuela y sobreprotegida en exceso, la joven se desvió, se refugió en las drogas, encontró una pareja que la empujó al delito y terminó conformando, junto con otros quince, una banda que traficaba estupefacientes y armas en la vereda La Playa de Rionegro.
La captura fue inevitable. Llegaron los cargos por concierto para delinquir y narcotráfico, y con ellos la condena. Para la familia fue un golpe duro, un espejo doloroso donde se mezclaban la impotencia, la vergüenza y la tristeza. Lady, sin embargo, no se quedó en la queja. Su fuerza interior la llevó a enfrentar la realidad y a convertirse en guía y sostén para esa sobrina que parecía perdida.
Los nueve meses de licencia de maternidad que le concedieron a la joven se convirtieron en un taller de vida. Lady la recibió en su casa, le enseñó a preparar salpicón, a vender obleas en la puerta, a mirar con dignidad el trabajo honrado. Aunque a la sobrina le daba pena no saber hacerlo, poco a poco fue comprendiendo que existía un camino distinto. La llegada de un bebé —hoy de nueve meses— se convirtió en un motor adicional, un recordatorio de que había que reconstruirse por dentro y por fuera.
Ese proceso familiar encontró respaldo institucional. A través de la Secretaría de Paz y Derechos Humanos de Medellín y el programa Manos de Paz, Lady y su familia hallaron acompañamiento psicológico, capacitaciones y la oportunidad de mostrar sus emprendimientos en escenarios como la Feria del Libro. Allí no solo se abre un espacio económico, sino también un respiro de dignidad, un mensaje de que la vida puede ser contada desde otra orilla.
“Son muchas emociones, rabia, frustración… pero también aprendizajes”, confiesa Lady. Descubrió que cada decisión trae consecuencias y que la vida, con sus pruebas, obliga a mirar más allá del dolor.
La historia de Lady Tatiana no es solo la de una mujer que ayuda a sostener a una sobrina encarcelada; es también la crónica de una familia que se rehúsa a renunciar al amor. Es la memoria viva de una abuela de 78 años que sufre, pero también sonríe al ver pequeños cambios en su nieta. Y es, sobre todo, el reflejo de un país donde cada decisión pesa, donde el error puede costar la libertad, pero donde también existe la posibilidad de elegir un camino distinto, incluso cuando parece demasiado tarde.
El nombre de Yajharlen Córdoba Valoyes resuena con la fuerza del Pacífico. Nació en Quibdó, Chocó, y hace casi cuatro décadas llegó a Medellín, donde vivió de cerca los años más oscuros del conflicto urbano. Sin embargo, hoy su voz no se quiebra al hablar del pasado, sino que se ilumina cuando menciona la palabra que lo sostiene: emprendimiento.
Yajharlen reconoce que pasó por un proceso de resocialización, que conoció de primera mano las consecuencias de los errores y de las decisiones que lo llevaron a pagar una pena. Pero para él lo más importante no es la herida sino la enseñanza. “Lo del pasado fue conocimiento y aprendizaje, lo más bonito fue el emprendimiento que me cambió las emociones”, dice. Y en esas emociones encontró un camino nuevo: la sonrisa, la alegría y la paz.
La semilla de su idea surgió incluso antes de la cárcel. Mientras trabajaba como conductor de InDrive, empezó a experimentar con esencias de maracuyá que dejaban en su carro un ambiente fresco y agradable. Los pasajeros se sorprendían y se contagiaban de esa sensación de bienestar. Allí descubrió que los aromas podían despertar felicidad y abrir una oportunidad distinta.
Así nació Guau, una marca que él define como “una expresión de felicidad”. Su emprendimiento se dedica a elaborar esencias para espacios: hogares, locales, apartamentos. Con la ayuda de un amigo que le envía los insumos, Yajharlen hace las mezclas y lleva al mercado productos que no solo perfuman, sino que transmiten frescura, tranquilidad y esperanza. Para él, cada frasco es un recordatorio de que la vida puede transformarse.
Ese proyecto encontró eco en la Secretaría de Paz y Derechos Humanos de Medellín, a través del programa Manos de Paz. Tras salir de la cárcel de La Ceja, recibió la llamada que le abrió la puerta: “me preguntaron si tenía un emprendimiento, lo mostré y ya llevo tres años con ustedes, gracias a Dios”. Desde entonces, participa en ferias, recibe capacitaciones y, sobre todo, se conecta con otras personas que, como él, buscan nuevas oportunidades.
Hoy Yajharlen se describe como un hombre en paz, agradecido con Dios y orgulloso de haber tomado otro rumbo. El emprendimiento no solo le permite generar ingresos, también le da identidad y propósito. En cada esencia que prepara hay una historia de resiliencia, un testimonio que afirma que incluso desde los errores más dolorosos se puede reconstruir la vida y perfumarla de esperanza.
El nombre de Rubí Jiménez brilla como piedra preciosa, aunque su vida ha estado marcada por golpes duros. Dos veces el desplazamiento forzado la arrancó de sus raíces: primero por la guerrilla, luego por los paramilitares. La primera vez ocurrió en Dabeiba, cuando trabajaba la tierra heredada de un tío. Allí intentaron reclutar a sus hijos, y en medio de la huida fue violentada. Para proteger a los suyos, tuvo que dejarlo todo y refugiarse en Chigorodó.
En ese nuevo comienzo, Rubí se aferró a la comunidad. Fue presidenta de la Junta de Acción Comunal y consiguió empleo en el Banco Agrario. Pero el 2010 trajo otra amenaza: los paramilitares de Los Rastrojos querían reclutar a su hijo, conocedor del mundo ganadero. Como él se negó, lo pusieron en la lista de muerte. Una llamada de advertencia le dio a Rubí apenas unas horas para salvarlo, enviándolo a Medellín. Ella se quedó, trabajando como si nada, hasta que el peligro la alcanzó de frente.
En abril de 2011 recibió la llamada que selló su segundo desplazamiento: “te vamos a matar”. Con rabia y valentía contestó desafiante, pero sabía que la amenaza era real. Sus hijos, asustados, la convencieron de huir. Pasó por Apartadó, luego por Santa Fe de Antioquia, donde aprendió el arte de la filigrana, y finalmente llegó a Medellín. Allí reconstruyó la vida, pero esta vez a través del arte, el trabajo manual y la esperanza de empezar de nuevo.
El hilo de la filigrana se convirtió en metáfora de su resistencia. Con paciencia y delicadeza fue tejiendo piezas que hablaban de dignidad y de memoria. Ese oficio de joyería artesanal no solo le dio sustento económico, también se transformó en refugio espiritual, en una manera de sanar lo vivido y de volver a creer en el futuro.
El camino la conectó con la Unidad de Víctimas y, más tarde, con la Secretaría de Paz y Derechos Humanos de Medellín a través de Manos de Paz. Gracias a estos espacios, pudo mostrar su trabajo en ferias, recibir acompañamiento y descubrir que su arte también podía convertirse en sustento. Cada feria no era solo un mercado, sino un escenario para narrar su historia y darles voz a tantas mujeres que, como ella, sobrevivieron al conflicto.
Hoy, Rubí sigue de pie. Su vida es testimonio de una Colombia rota pero también resiliente. Con sus manos trenza la memoria en hilos de filigrana, recordando que, aunque la violencia la desplazó dos veces, no logró quebrarla. Su nombre no es casual: como la piedra preciosa que lleva consigo, ha resistido la presión y el fuego, y de todo ello ha salido más fuerte, más luminosa.
Milena Alejandra Mora recuerda su pasado con un suspiro profundo. La violencia, las drogas y la falta de oportunidades marcaron sus años, dejando cicatrices que aún pesan. “Es una experiencia muy negra”, confiesa, pero sus palabras no se detienen allí; también hablan de la conciencia de que siempre hay caminos distintos, oportunidades que antes no se tenían y que hoy son posibles gracias al acompañamiento psicológico y los programas de emprendimiento.
El proceso de reinserción llegó a través de acuerdos de entrega de armas y proyectos de apoyo económico para quienes decidieron dejar la violencia atrás. Milena vivió esos cambios paso a paso, viendo cómo la vida podía abrirse a alternativas distintas, más seguras y constructivas, lejos de los extremos del pasado. La resiliencia se convirtió en un aprendizaje diario, no solo para ella, sino para su familia.
Junto a su pareja, Carlos Andrés Orozco, Milena comenzó a pensar en cómo reconstruir su vida. Tenían un carro de comida rápida en el barrio Salvador, vendiendo salchipapas, chuzos y chorizos, y soñaban con ampliarlo para ofrecer granizados con licor. Aunque la oportunidad económica aún no se presentó, se reinventaron ofreciendo sodas saborizadas, un paso concreto hacia un futuro más estable y productivo.
La conexión con la alcaldía y con Manos de Paz llegó gracias a la Agencia Nacional de Reinserción, que los apoyó en su proceso familiar y en la consolidación de sus emprendimientos. El equipo acompañó de cerca cada paso, apoyando tanto a Milena como a su esposo, quien enfrenta una depresión avanzada y complicaciones de memoria desde 2020. Este respaldo fue clave para mantener la motivación y avanzar en medio de la adversidad.
El emprendimiento se convirtió en una herramienta de esperanza y reconstrucción. Participaron en ferias, como la de Las Flores y en el Politécnico, y continuaron buscando espacios donde mostrar su trabajo y generar ingresos que sostengan a la familia. Cada feria no es solo un lugar de ventas, sino un escenario de aprendizaje, encuentro y reafirmación de que hay un camino distinto posible.
Hoy, Milena mira hacia adelante con mezcla de emociones. Siente tristeza por lo vivido, pero también motivación y determinación. El pasado sigue presente como enseñanza, pero ya no define su futuro. Entre los nuevos horizontes y metas, su corazón guarda la convicción de que la vida puede reescribirse, y que incluso después de la oscuridad, siempre es posible encontrar luz.
José Luis Gómez Arango recuerda aquellos días en Santa Rosa, en la autopista hacia la costa atlántica, donde su restaurante era un punto de encuentro para todo tipo de personas, la policía, el ejército, los paramilitares. La explotación del oro en las minas cercanas atrajo conflicto y violencia, y pronto su negocio quedó atrapado en medio de un juego de amenazas y poder. Él solo buscaba trabajar, pero el peligro se acercó de manera directa y cruel.
Una noche, los paramilitares llegaron a su casa con armas. Dispararon y mataron a su padre y a dos hermanos en un episodio que lo marcó para siempre. José Luis logró escapar milagrosamente, escondiéndose entre las casas vecinas, y al volver encontró la tragedia consumada. Tuvo que abandonar su tierra y huir a Medellín para salvar su vida y buscar un nuevo comienzo.
En Medellín, el pasado seguía presente, pero José Luis decidió no rendirse. Se dedicó a trabajar en confitería, un oficio que conocía desde Santa Rosa, y aprendió a hacer pan de queso. Ese diciembre, tras meses de esfuerzo, vio que podía generar ingresos con algo que le apasionaba y que podía controlar. Así nació la chispa de su emprendimiento, una manera de transformar la tragedia en acción y esperanza.
Con paciencia y constancia, José Luis y su esposa hicieron un préstamo para conseguir horno, molino y escabiladero, y empezaron a producir pan de queso en enero de 2013. Los primeros intentos fueron difíciles: vendía en tiendas, pero dejaba demasiada cantidad, sufrió pérdidas, se quebró y tuvo que volver a empezar. Cada tropiezo le enseñó a perfeccionar su técnica y a encontrar la forma de mantener el negocio a flote.
Su conexión con Manos de Paz y la alcaldía llegó a través del Cedezo de la comuna 1, donde registró su emprendimiento y recibió invitaciones a eventos y ferias. El apoyo institucional le permitió mostrar su producto, aprender sobre comercialización y generar ingresos estables, transformando un proyecto personal en una herramienta de sustento y reconstrucción familiar.
Hoy, José Luis mira su pan de queso como símbolo de resiliencia. Cada pieza que saca del horno representa no solo el sabor de su tierra, sino también la fortaleza de quien sobrevivió al dolor más profundo y decidió reinventarse. De los disparos y la pérdida, nació un nuevo camino, hecho de harina, esfuerzo y la determinación de no dejar que la violencia defina el futuro.
Mariana López recuerda con claridad los días en la comuna 13 de Medellín, cuando las amenazas y la violencia obligaron a su familia a desplazarse al barrio Caicedo. Tenía apenas ocho años cuando su madre tomó la decisión valiente de sacar a sus hijos de ese entorno peligroso. Aquellos hechos marcaron su infancia, pero también sembraron la semilla de la resiliencia y la fuerza para superar el miedo.
El desplazamiento no fue fácil. Su madre enfrentó situaciones extremas, incluso alejándose de sus propios valores para proteger a sus hijos. Mariana describe esos momentos con gratitud y admiración: la valentía de su mamá permitió que la familia no quedara atrapada en la victimización ni en la pobreza, sino que buscara salir adelante, construyendo un camino de oportunidades y aprendizaje.
El emprendimiento de su madre, llamado Malulu, se convirtió en un medio para resignificar la vida de mujeres que, como ella, habían atravesado situaciones de prostitución o violencia. A través de sus libros La guerra me hizo puta y Alzo mi voz, Mariana explica cómo su mamá da memoria y visibilidad a estas mujeres, creando un puente entre el pasado doloroso y la posibilidad de un futuro distinto.
Además de la publicación de sus libros, Malulu incluye la creación de accesorios, como aretes irreverentes, que permiten a las mujeres apropiarse de su identidad y recuperar su autonomía. Mariana enfatiza que el proyecto es mucho más que un emprendimiento: es la esencia de su madre, su búsqueda de ayudar a los demás y su liderazgo social, transformando la experiencia traumática en acción concreta para empoderar a otras personas.
La Casa de Lulú, un espacio gestionado por Mariana y su madre, funciona como un centro de encuentro y acompañamiento para mujeres en situación de vulnerabilidad. Allí, ellas reciben formación en temas de derechos, violencia y abolicionismo, y encuentran un lugar seguro donde aprender, compartir y resignificar sus historias, aun con recursos limitados.
La conexión con la alcaldía y programas como Manos de Paz permitió que los libros y emprendimientos de su madre tuvieran visibilidad en ferias y eventos culturales. Mariana resalta que estas oportunidades han sido clave, ya que permiten que la voz de su madre llegue más lejos, ayudando a otras mujeres a transformar su dolor en fuerza, y demostrando que la resiliencia puede convertirse en un camino de liderazgo y transformación social.
Ana Cristina Moreno Mosquera ha vivido la violencia desde diferentes frentes, pero ha convertido esas experiencias en fuerza y resiliencia. Su vida ha sido un constante aprendizaje de perdón y sanación, entendiendo que perdonar no es debilidad, sino la manera de liberarse del dolor que otros quisieron imponerle. Hoy es una mujer que refleja la fortaleza de quienes han decidido levantarse frente a la adversidad.
Hace 17 años tomó la decisión de convertirse en líder social. Fundó la organización Flor de Jiret, desde la cual lucha por la dignidad de las víctimas en Medellín y en toda Colombia. Su labor no solo es un llamado a la acción, sino también un ejemplo de cómo la experiencia personal de victimización puede transformarse en motivación para ayudar a otros. Ana Cristina ha sido desplazada forzadamente, sufrió violencia sexual y perdió un hermano en circunstancias que marcaron su vida, pero nada de eso ha apagado su espíritu.
El emprendimiento de Ana Cristina nace de esa misma fuerza interior. Con apenas dos millones de pesos otorgados por la Alcaldía de Medellín, comenzó a construir un proyecto que con el tiempo se consolidó. Participó en Colombia Emprende con la OIT, obteniendo ocho millones de pesos que le permitieron expandir su negocio y dar a conocer sus productos a un público más amplio.
Su emprendimiento no es solo una heladería: es un homenaje a la tradición antioqueña. Prepara cada solterita con sus propias manos, desde la crema hasta el arequipe, chantilly y salsa de mora, conservando el sabor artesanal y el cariño que le imprime a cada preparación. Cada producto es, en cierto modo, un acto de resistencia y orgullo por su cultura y sus raíces.
Gracias al apoyo de la Alcaldía, de la Secretaría de Paz y Derechos Humanos y de programas como Manos de Paz, Ana Cristina ha podido participar en ferias y eventos que han potenciado su emprendimiento. Más allá del reconocimiento económico, estas oportunidades le han permitido sanar, socializar y conectar con personas que valoran su esfuerzo y su historia.
Hoy, Ana Cristina es madre, cabeza de familia, líder social y un ejemplo de resiliencia. Su vida demuestra que incluso en medio del dolor más profundo se puede construir un proyecto de vida lleno de colores, esperanza y propósito. Su historia inspira a quienes creen que los obstáculos definen la vida; ella demuestra que la manera en que se enfrenta cada desafío puede transformar la propia existencia y la de quienes la rodean.
Don Nelson Castro es un reincorporado que vivió años de lucha y detención dentro del proceso revolucionario. Reconoce que al inicio era escéptico sobre los procesos de paz, debido a los históricos fracasos, pero decidió asumir los riesgos con la esperanza de generar transformación social por vías políticas y apostar por la paz. Su motivación ha estado ligada a la búsqueda de equidad y la reducción de la desigualdad social, motores fundamentales de su compromiso.
Tras la firma del acuerdo de paz, Don Nelson se enfrentó a muchas expectativas y dificultades. Inicialmente, la desconfianza y los problemas de seguridad eran parte de su día a día, pero con el tiempo empezó a confiar poco a poco en los procesos de reincorporación y en los compromisos adquiridos. Su objetivo siempre ha sido aportar a la paz desde la organización y desde su vida individual.
El emprendimiento surgió como una alternativa productiva dentro del acuerdo de paz. Don Nelson comenzó con recursos muy limitados, pero con la formación académica y el acompañamiento de la Alcaldía logró fortalecer sus capacidades empresariales. El proceso fue gradual, requirió paciencia y aprendizaje, y le permitió adquirir conocimientos sobre manejo empresarial, contabilidad y liderazgo.
Actualmente, su emprendimiento se centra en el café de origen. Trabaja con granos de alta calidad, asegurando un proceso artesanal que respeta la esencia del café de origen. Poco a poco ha logrado mejorar tanto la capacidad instalada como la calidad del producto, consolidando un proyecto con identidad y excelencia.
La Secretaría de Paz y Derechos Humanos de la Alcaldía y Manos de Paz han acompañado a Don Nelson de manera constante. Este apoyo ha sido clave, brindándole tanto asistencia formativa como económica, lo que le ha permitido estructurar y fortalecer su emprendimiento de manera sostenible.
Para Don Nelson, este acompañamiento no solo ha sido un respaldo empresarial, sino también un impulso personal para consolidar su reinserción, apostar por la paz y generar un proyecto productivo que aporta al desarrollo de la comunidad y al reconocimiento del café colombiano de alta calidad.
Diego Alberto Saldarriaga nació en medio de un país marcado por la violencia, y desde muy joven se vio arrastrado a un conflicto que no había elegido. Menor de edad cuando fue reclutado, perteneció al bloque Metro, donde vivió de cerca las fases más duras del enfrentamiento armado. Sus días se entrelazaban con entrenamientos, estudios militares improvisados y la constante amenaza de la muerte, una rutina que robaba la inocencia de cualquier niño.
Tras el fin del bloque Metro, Diego pasó al bloque Nutibara, donde se enfrentó al proceso de desmovilización. Fue en 2003 cuando ingresó al programa de reincorporación, un espacio diseñado para que jóvenes como él pudieran volver a la sociedad. La transición no fue sencilla: las reglas, la disciplina y la libertad recién descubierta chocaban con hábitos adquiridos en la guerra, y cada día representaba un desafío para aprender a vivir de otra manera.
La adaptación fue un proceso lento y lleno de obstáculos. Acostumbrados a obedecer órdenes sin cuestionarlas, los jóvenes reincorporados buscaban su libertad y muchas veces se rebelaban ante las normas. Se escapaban de clases y se aventuraban a pequeñas travesuras, intentando encontrar un equilibrio entre la disciplina de la institución y el instinto de autonomía que habían desarrollado durante años de conflicto.
Poco a poco, la rebeldía dio paso a la necesidad de encontrar un propósito y un sustento propio. Diego se unió a una comunidad Rastafari, donde aprendió a trabajar con la tierra y a producir alimentos, comenzando a construir un proyecto de vida diferente. Allí comenzó vendiendo hamburguesas vegetarianas en las calles, un primer paso que le permitió independizarse y empezar a dejar atrás su pasado, sin que su historia anterior determinara su presente.
Su proceso de reincorporación se vio fortalecido por el acompañamiento de la Secretaría de Paz y Derechos Humanos de la Alcaldía de Medellín, a través del programa “Manos de Paz”, que brinda apoyo educativo, psicológico y social a jóvenes que, como Diego, buscaban reinsertarse en la sociedad. Gracias a este respaldo, pudo consolidar su emprendimiento, primero con restaurantes y luego con la transformación del cacao en chocolate, encontrando en su trabajo una vía de subsistencia digna y de realización personal.
Hoy, Diego es un ejemplo de resiliencia y esperanza. Su historia recuerda que, incluso después de vivir las etapas más oscuras del conflicto, es posible reconstruir la vida con esfuerzo y apoyo institucional. El camino recorrido por Diego refleja que la combinación de voluntad personal, acompañamiento social y programas como “Manos de Paz” puede abrir puertas de dignidad, transformación y futuro para quienes deciden dejar atrás la violencia y apostar por la paz.
Esta noche se enciende la feria con más flores del país.
Conéctate con la transmisión del evento inaugural y conoce a los silleteros, reyes de la trova y más artistas invitados.
¡Te esperamos porque #FlorecerEsAlegría!
Esta es la feria de la gente.
