Alcaldía de Medellín Historias de los corregimientos de Medellín

Historias que nos conectan

La cotidianidad que ocurre entre las montañas antioqueñas —en Medellín— es una mezcla entre realidades geográficas, económicas, productivas, urbanas y rurales. Realidades que se encuentran y conviven para dar vida a nuestros cinco corregimientos.

Conoce las narrativas sobre los quehaceres y las tradiciones que ocurren en este andar montañero y trabajador; diverso y sonoro. Entérate de las historias que nos conectan como caminantes de la montaña y de la ruralidad urbana de la que hacemos parte.  

Historias de los corregimientos
Te presentamos nuestro fascinante libro "Campesinos de Ciudad", para que te dejes llevar por sus páginas llenas de historia sobre el campo y su gente.

Fragmentos de historias

Bien de vereda

«Soleado o no, el día en la vereda comienza un poco más temprano que en los barrios de la ciudad. Los gallos cantan antes de las cuatro, el rocío anida en tallos, hojas y frutos y la vida da sus primeros pasos a oscuras, cuando los pájaros están a punto de abandonar sus nidos y los perros se cansan de ladrar, al menos por un par de horas. El rugir de la bestia de cemento no se insinúa todavía, o llega muy tenue, con el motor de los buses y las motos que recorren las confusas márgenes de la ciudad rural y la selva urbana.»

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«Saludar en la vereda es una costumbre intrínseca, arraigada, un hábito que trasciende la norma de urbanidad. Un deber. Ir por ahí, por la travesía, por el camino que acorta o por la carretera misma y no saludar incluso al desconocido que hace la ruta inversa o al que toma el sol en el corredor de su casa no es opción.»

Por David Eufrasio G.

Campo al parque

«A finales de los ochenta Daniel se enteró por otros campesinos de que la Alcaldía de Medellín estaba pensando en montar unos mercados en los parques más importantes de la ciudad, donde los campesinos de los corregimientos podían vender sus productos. En ese momento tenía 36 años. Se inscribió en el programa sin dudarlo. Los requisitos no eran muchos: solo tenía que ser agricultor y vender lo propio. Pagó una pequeña cuota por la inscripción y, después de aprobada, comenzó a trabajar.»

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«Digámoslo claro: la Alcaldía sabe que nosotros venimos acá y ajustamos, pero yo le compro a otros campesinos. Es que con estos inviernos uno cómo hace, yo no puedo tenerlo todo, y si llego allá, con el mercado incompleto, a la gente no le gusta mucho. Le toca a uno arreglárselas con los compañeros: que yo te doy fríjoles y vos me das tomates y así.»

Por Carolina Londoño Quiceno

La sobandera de San Antonio de Prado

«La casa de Amparo Escobar en San Antonio de Prado está sitiada en la entrada por todo tipo de chécheres que Rodrigo, su marido, recoge en las calles para revenderlos.»

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«A pesar del tumulto, Amparo recibe a sus angustiados y presurosos clientes en la habitación del medio, la más ordenada y la que mejor huele. Allí tiene todos sus ungüentos, aceites y santos para llevar a cabo la sanación.»

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«En medio de una grave enfermedad, don Luis Salinas llamó a Amparo y le entregó el secreto de la sanación. Le dijo: “Mija, usted es buena, guarde esta oración y con ella podrá sobar a la gente. Este es un rezo bendito”. Le entregó una pequeña hoja con unas  palabras que ella guardó con celo y luego estudió durante varios días.»

Las Siemprevivas

«Llevan años encontrándose los lunes a las dos de la tarde. Hacen parte de la Asociación de Mujeres Campesinas Siemprevivas. Ahora son trece. Pero hace veinte años, cuando todo comenzó, llegaron a ser sesenta.»

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«Un día a Blanca le llegó la invitación a la chocolatada. Fue con su mamá, Consuelo, y ambas siguieron asistiendo a los primeros encuentros. Tenían una tarea: pensar el nombre del grupo y llevarlo anotado en un papelito. “Yo qué me voy a poner a escribir”, pensó Consuelo, y llevó entre las manos una pequeña siempreviva, una flor que no necesita mucha agua, que aguanta todo el sol y que después de ser cortada no se marchita fácilmente.»

Por Carolina Londoño Quiceno

El buen oficio de ser chivero

“Eso por allá por Palma Alta no suben sino los búhos”, dice Mario Velásquez, chivero en San Cristóbal. Velásquez conduce, desde hace 27 años, el mismo Chevette naranjado de los años ochenta que compró por seis millones, “cuando seis millones era muchos millones”, y del que luego no pudo deshacerse por más que quiso porque el carro siempre aparece en la puerta de su casa.»

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«A Hernán de Jesús Ospina Arroyave, en cambio, no le preocupan tanto las lomas difíciles que hay en San Antonio de Prado sino los tacos, los interminables tacos. Hernán, que tiene un Renault 9 modelo 98 en el que transporta gente al centro de Medellín, tiene un chiste para explicar los trancones de su corregimiento: “Hermano, esto acá es como estar encarcelado y tratar de volarse todos los días, es casi imposible”.

El oficio de ayudar a nacer

«María Consuelo sintió los dolores de su primer parto cuando se agachó para amarrar la leña que había ido a buscar a uno de los bosques de la vereda Piedra Gorda en Santa Elena. Apenas
tenía 14 años y su esposo, Pedro Luis Zapata Soto, aún no llegaba del trabajo. Angustiada se tiró al suelo bocarriba y comenzó a pedir ayuda. Como no había nadie cerca, ella misma recibió a su niña.»

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«María Consuelo recibió ella misma a veinticuatro de los veinticinco hijos que tuvo. También asistió como partera los nacimientos de 28 nietos y 26 bisnietos, sin contar las decenas de bebés que recibió de las familias vecinas de Santa Elena. Aprendió empíricamente, pero también recibió instrucción de otra mujer sabia del corregimiento, ya fallecida, doña Joaquina Grajales, partera tradicional de la vereda Mazo. De ella aprendió, por ejemplo, a cantarles a las madres en medio de los dolores, o a darles bebidas de manzanilla para calmarles los nervios.»

La lavandera de la piedra grande

«A falta de máquinas, una piedra grande a la orilla de una quebrada fue el secreto de muchas familias para dejar limpia la ropa.»

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«En Morro Corazón, vereda del corregimiento Altavista, en Medellín, lavar ropa en las piedras de las quebradas fue por muchos años la única forma de sustento de Gilma Rúa Londoño y otras mujeres solitarias, viudas o abandonadas por sus compañeros. La quebrada que les prodigó ese trabajo fue la Ana Díaz, nacida en la peña del alto del Astillero, a más de dos mil metros de altura sobre el nivel del mar.»

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«Cantaban, echaban chistes y contaban chismes, y esas horas en la quebrada eran las más felices de sus vidas. Luego se ponían un trapo en la cabeza y sobre él acomodaban la  ponchera con la ropa húmeda. Volvían cansadas a sus hogares, apurando el tiempo para que pronto fuera el día siguiente y pudieran encontrarse otra vez en las aguas de la Ana Díaz, como ninfas alegres y en libertad.»

En búsqueda del plato perdido

«Su majestad el cerdo es un animal tan noble y rico en proteína que puede comerse completico, desde la trompa hasta la cola. Los cocineros paisas sirven a sus comensales desde un sudao de oreja y trompa, como nos lo va a preparar la Mona en su estadero, hasta un calentao con buche de cerdo para el desayuno o un sancocho con pezuña o un chicharrón de muchas patas o un cañón en salsa agridulce acompañado con ensalada rusa, para los quinces y matrimonios.»

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«Las arepas redondas de Los Pinos son suaves por dentro, pero bien cocidas, y al mismo tiempo la corteza es crocante, irregular, con las hendiduras de la parrilla bien marcadas y pecas de tizne en distintos tonos; están partidas a la mitad y adentro llevan  mantequilla de vaca y quesito fresco, arenoso, perfectamente salado en ese contraste religioso con el sabor neutral del maíz.»

Por Estefanía Carvajal Restrepo

Ilustraciones de los corregimientos


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